EL REINO PROMETIDO
El
mundo infernal comenzó para ella desde el útero, que la rechazó dos meses antes
de lo previsto. Sus treinta años habían sido una penosa sucesión de
frustraciones, pruebas fallidas, duelos interminables y dolores físicos, que de
tan conocidos se habían hecho casi dulces compañeros.
El
último año, al regresar de un retiro monacal voluntario, en el que midió el
completo vacío de su existencia, creyendo que no había nada peor, encontró su
casa ardiendo y así conoció algo más cruel: la indigencia.
Vagaba
por las calles con lo puesto y descubrió que aún se podía caer más bajo; comía
si daba a otros unos minutos de su cuerpo, ausente de emociones. Sola, sin un
perro que le ladrara, añoró las amistades engañosas de la adolescencia, los
hombres abusadores de la juventud, las internaciones y salidas de nidos de
cemento y cristal. En ese entonces tenía un nombre propio y sentimientos.
Hacía
quince días había encontrado una paloma herida en el parque, la curó con sus
manos calentadas a soplo, y recibió de ella la fidelidad simple que no necesita
de palabras.
Ayer
se dio cuenta de que al hacerse cargo de ese pequeño plumaje, había entrado por
primera vez al reino del aquí y ahora perfecto y nunca el mismo; ése que no
frustra porque está exento de futuro y de pasado.
Cuando
la paloma voló, como vuela un hijo, conoció la riqueza del instante fugitivo y
la felicidad.