Lo
había comprado en el Paseo Alcorta. Cuando se lo mostró a Gaby, adujo un
impulso irrefrenable. Se habían reído a carcajadas intercambiando imágenes y
escenas probables cuando lo usara. Prometió que iba a contarle todos los
pormenores, y que además se lo prestaría para su próximo encuentro íntimo.
Volvió a Chivilcoy con su bolsita roja enmoñada. Hola, llegué esta tarde; todo
bien, ¿Querés cenar mañana? Ocho y media. Bueno, el postre, esta vez, lo pongo
yo.
El
día siguiente se hace larguísimo. Una semana en Buenos Aires le bastó para
darse cuenta de que, muy a pesar suyo, lo extraña. Se conocen desde hace poco.
Le gusta por sus pocas palabras, su sensibilidad.
Carlos
llega puntual, como de costumbre, el mejor vino en una mano y un ramo de
fresias en la otra. Ella le dice dame esas cosas que las pongo en la mesa,
quiero un abrazo, ¡te extrañé! Yo también,
contesta él y la encierra contra su cuerpo alargando el beso. La cena transcurre entre sonrisas
cómplices, dedos que se acarician, mucha comida sin tocar en el plato y la
botella, vacía. Voy a poner música y bailamos ¿querés? No sé bailar, Ani. No importa,
yo te llevo. Paz Martínez acerca sus cuerpos y en un minuto están en el
dormitorio, por primera vez. Ella pide dos para arreglarse y en el baño se pone
el conjunto de corpiño y medias leopardo. Se mira en el espejo. Bien, Ani. Eso,
Ani. Parecés una puta, lo vas a matar.
Cuando
vuelve del baño, él está en la cama, sin el pantalón, sin el suéter, sin la
camisa, con unos calzoncillos blancos a lunares rojos, medias-tres-cuartos
marrones y musculosa. Ana queda paralizada. Se miran. Él se levanta, se viste.
Ella lo acompaña a la puerta. Se dan un beso en la mejilla.
Se
va. Para siempre.